Fruta podrida
No sé qué tan sabio sea leer historias perturbadoras en medio de una crisis de pandemia global, justo cuando somos más conscientes de lo frágil que es el cuerpo y de cuánto miedo nos produce estar enfermos. Pero si usted, como yo, se estimula con la perturbación de la literatura, lea esta novela.
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Zoila sufre de diabetes, una enfermedad degenerativa que la obliga a ser testigo de su propia descomposición. Su cuerpo es como una fruta dulcísima que se va pudriendo y ella lo nota. Tiene la vista borrosa y los intensos calambres en los pies le anuncian que el tiempo empieza a cortarse.
Aun así, no siente miedo ni angustia.
“Estoy bien”, le dice a su hermana, aunque sabe que no es cierto.
“Nunca — dice — me había sentido más dueña de mi cuerpo”.
En Fruta podrida, la enfermedad es como una lámpara que pone la luz, no solo en el cuerpo enfermo y vulnerable, sino en una sociedad perfeccionista y aséptica, empecinada con la salud y el alto rendimiento.
La hermana de Zoila, María del Campo, es un ejemplar de ese sistema. Trabaja en una empresa que exporta frutas, y la misma obsesión que tiene por la esterilidad de la fruta y por la productividad de la empresa, la tiene también con la sanidad del cuerpo propio y ajeno.
Una de las obsesiones de María, uno de sus “emprendimientos” (como diría Zoila), es curar a su hermana.
“Tanto laborar eliminando pestes ajenas y ahora tener que convivir para siempre con un mal incurable en mi propia casa”, dice María, quien se opone a romper su promesa de lograr siempre lo que quiere.
Entonces María entra en un juego oscuro que el lector —con Zoila, la narradora — percibe todo tiempo. El lector sospecha porque nada es claro; desconfía de María, de los médicos y de sus buenas intenciones.
Zoila se rehúsa a los cuidados de María y se opone a la posibilidad del alivio; ella encuentra en la enfermedad una manera de vivir, un modo de resistirse a un sistema que, bajo la premisa de la salud, abusa del cuerpo ajeno y nos insiste en que debemos estar sanos para ser productivos y felices.
Permanecer en la enfermedad es para Zoila una conquista de su autonomía; pero como toda conquista de libertad, la enfrenta a la incertidumbre y al desamparo.
Mientras que el mundo nos presenta la enfermedad como una amenaza, Lina Meruane sugiere que la existencia misma es una “larga enfermedad que va corrompiendo el cuerpo por dentro y por fuera”, sobre todo en esta sociedad del alto rendimiento, en la que el tiempo es “una herida que se infecta”; en esa misma que, dice Byung-Chul Han, uno guerrea sobre todo contra sí mismo.